Libreto 120 páxinas: mega.nz/file/3kZVQA4B#j78BJ4MSWLt7QAH_AQr9ztGwlofKEjhn-jpxTDJx_ys

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Allí, en los pliegues de la naturaleza de todo aquello que hemos
convertido como necesidad inminente –la ideología, los peluqueros de perritos o el hambre-, el lenguaje constituye la potencia principal para empezar a pensar cuales de todos nuestros adminículos culturales pertenecen a esa inconfundible marca de lo humano y cuales participan todavía de cierta “facultad animal transfigurada”, como expone Marina. Es cierto que tenemos ocasiones de certificar entre las autolegitimadas élites culturales actuales (tertulianos de toda índole, snobs pos-posmodernos o simples y ancianos
académicos) que el lenguaje parece derivar más de la raíz endémica (y genética) de la segunda opción que de la humanísima, falible e irónica habla profana de los hombres. Da igual. Es sólo una cuestión de autodeterminación: algunos chimpancés reproducen palabras sin habitar en ellas, sin rellenarlas de realidad. Una cuestión de estética (L. Nercellas): monos parlantes, monitos de feria. Sea como fuere, esa experiencia del habla, esa potencia ilocucionaria del habla, del lenguaje autopoético, puramente heurístico, ese lenguaje de la diferencia que todos creamos, usamos o desechamos en la calle, en la cama o en la ducha, no hace más que complicar la vieja oposición entre nomos y physis, fundar otra diferencia entre la convención, la institución (el diccionario, Lázaro Carreter o la buena educación), de una parte, y la naturaleza paradójica, heterodoxa y dispersa de nuestras acciones; de otra.

Antropológicamente, es poco más que cultura. Juegos de manos, juegos de letras. De ahí que espetarle al Mundo la expresión: “ahuécate el pelícano” más que enunciar o movilizar un juego de referencias simbólicas y/o significantes, reduce los términos de su misma enunciación al rescate ontológico de una indeleble pasión que cobija esa experiencia ancestral del lenguaje como imagen que los hombres tenemos de nosotros mismos. Hablar es nombrar, nombrar al hombre: hombrarlo. Así que entre la memoria etimológica de ese ocal (en el capullo formado por dos o más gusanos juntos, el hueco que dejan entre sí: (a)huecar) y ese rigor semiótico e iconográfico del pelícano como purísima representación del sacramento de la Eucaristía y, por extensión, del sacrificio de Jesús en la cruz (vid. emblema LXX, Ars Simbólica, Boschius), apenas hay un círculo hueco de ceniza, dicho esto desde el punto de vista más
derridiano posible. Porque en el cuerpo de esa expresión, en la crudeza de esta torpe interpretación de sus elementos lingüísticos formales, todavía permanece un status del tacón (Moraza), el levitante ensueño ilustrado de hacer de la cultura, ley; y de los hombres, depósito pasivo y clasista de la razón. Pero, cuando acogemos al habla, al lenguaje mismo; desde las zorrerías de la catacresis, desde esa “habilidad del lenguaje para postular” –afirma Paul de Man- “ahuécate el pelícano” contextualiza un fundamento
axiológico esencial: seguir usando la ironía como recurso contra esa violencia metafísica de los tropos y las leyes (“¿siempre haces lo que te dicen?”), seguir usando la ironía para quebrar esa infinitud indolente de las ideas, de los discursos, de los mitos; (“hay que hacer lo que te mandan”) seguir usando la ironía, en fín, para que en mitad de la noche la estupidez –por una vez en la vida- se haga carne y habite entre nosotros (“allí donde fueres, haz lo que vieres”).